2/3/15

La decisión de ser padres

Cuando era canija y pensaba en el futuro me imaginaba que todas las decisiones importantes de mi vida irían acompañadas de una escenografía digna de la mejor película romántica. Una casa en la playa, al atardecer, yo apoyada en la barandilla de la impresionante terraza, la melena ondeando al viento, un ligero vestido de seda que revolotea alrededor de mi perfectamente proporcionado cuerpo. Mi marido entra en escena, me abraza por la espalda, besa mi mejilla, y mientras mira al mismo punto del horizonte que yo, susurra en mi oído las palabras que tanto he anhelado:

- Catherine, tengamos un hijo.
- ¡Oh, Patrick, soy tan feliz!

Luego crecí y me di cuenta de que, aunque hay ocasiones en que la realidad supera de lejos la ficción,  la mayoría de las veces todo llega en pequeñas dosis, en forma de indirectas que vuelan de un lado a otro, de supuestos hipotéticos para tantear al contrario. Y así, estando una noche cenando al lado de casa, mientras me peleaba con los palillos por cazar el último maki ebi del plato, mi santo Boquerón me espetó:

- Pues igual deberíamos ponernos a ello. A buscar un bebito, digo.

¡Alah, y me lo suelta así, tan normal! ¡Como el que dice "pásame la soja"! Me emocioné tanto (no en plan lágrimas, no, ¡en plan ansias!) que tuvimos que establecer un periodo de reflexión sobre el tema, porque él ya me veía comprando la cuna, eligiendo colegio y repartiendo la herencia. Pero la culpa fue suya, por soltármelo así...

Superado el shock inicial, hablamos tranquilamente sobre ello, y llegamos a la conclusión de que sí, de que nos embarcaríamos en esta loca aventura.

Esto fue hace ya unos meses, y aquí seguimos, buscando ese embarazo que, cuando no lo quieres parece que puede suceder con sólo un achuchón, y cuando lo estás esperando resulta que es más escurridizo que el euromillón. Pero eso, señores, es tema para un próximo post :-)

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